Capítulo VII

ODILA, MONACAL Y ABADESA

A partir de este día, el duque de Alsacia, afectado tanto por la constancia de su hija como por la clara visión del dedo de Dios, favoreció los proyectos de Odila en vez de entorpecerlos.

No sabiendo como hacerse perdonar sus rigores y sus faltas, no tuvo en adelante otra prioridad mas que la de quitar los fastos de la corte ducal, vivir cerca de su piadosa hija en el recogimiento del Hohenbourg y ayudar a Odila con todo su poder en el establecimiento de un monasterio. El emplazamiento del Hohenbourg, esta montaña plena de amenidad y espaciosa, no podía haber sido mejor elegida. El soberbio promontorio que había servido todo entero como templo de los belicosos galos, de posición estratégica militar al emperador Maximiliano y de residencia a un franco repudiado, convirtiéndose en asilo del ascetismo cristiano. El paso de pesados carros llenos de piedras animó de nuevo las pendientes del Hohenbourg porque se trataba de transformar en vasto monasterio lo que había sido tan sólo la segunda residencia del duque de Alsacia. No hacía apenas más que un siglo que las monjas irlandesas, bajo el impulso de san Colomban y San Gall, habían desembarcado en Francia donde fueron más o menos bien acogidas. Habían venido a fundar comunidades convertidas en poderosos elementos de civilización. Dando ejemplo de virtudes cristianas, las monjas roturaron el suelo y abrieron caminos a través de montes y bosques.

Los duques de Alsacia, habiendo comprendido cuan beneficiosa era su presencia en las regiones donde se asentaban, les cedieron parcelas del bosque real para construir abadías tales como las de Marmoutier, Moutier-Grandval y Munster.

En una época en la que el clero secular era poco numeroso, la influencia de las abadías y monasterios era primordial, no sólo para convertir a los campesinos, con frecuencia todavía paganos, sino para enseñarles a mejorar su existencia. El Hohenbourg, a su alrededor, no tardó en destacar. La santidad de Odila, que no baja del monasterio más que para ayudar a los campesinos del valle, dio renombre al nuevo convento y fue el reclamo de numerosas jóvenes. Ellas venían en primer lugar de buenas familias de Alsacia, después de mucho más lejos, incluso de las Islas Británicas, como en tiempos de San Colomban.

El duque dio entonces todas las disposiciones para que odila y sus hijas pudieran vivir en la paz y caridad. Les cedió en dominio pleno el Hohenbourg y todas sus dependencias. “ Sabrás hacer buen uso de él, pero no olvides pedirle a Dios que me perdone”

En el convento del Monte de Santa Odila, una estela del siglo XII, con bajorrelieves toscamente tallados, refiere el recuerdo de esta donación: Aldarico sentado en el trono se desprende de la corona ducal, los cabellos trenzados, signo de sangre real entre los francos, tiende a su hija el pergamino en el que le hace donación de las tierras de Hohenbourg.

 

Según la Vita, Odila tenía alrededor de treinta años en este momento. El antiguo cronista recuerda que el duque enriqueció este devoto monasterio de muchos bienes renta y bienes para la nutrición de las hijas que, por piedad, dedicación y entrega de ellas y su virginidad a Dios, querían pasar allí el resto de sus días sirviéndole con gran devoción. De hecho, gracias al impulso dado por Odila que era abadesa, el explendor del monasterio no cesó de crecer y, al cabo de algunos años, ciento cincuenta monacales rezaban en Hohenbourg… Parece que en esta época, explica el padre Peltre, la vida religiosa no estaba sujeta a unas reglas estrictas e inflexibles: era necesario huir del mundo, vivir bajo una común dirección, lejos de la sociedad de los hombres para constituir una comunidad religiosa propiamente dicha.

Según la Vita, Odila habría consultado a sus religiosas en el momento del establecimiento definitivo de los estatutos del convento. Fue cuestión de acogerse a las reglas de San Benito de Nursia, a las de la abadía de Moyen-Moutier que dirigía Hidulphe, hermano del obispo Erhard. Pero la abadesa, necesitada de la santidad de sus hijas, les aconseja aceptar una regla más humana y menos exigente. Más que una regla propiamente dicha, se trataba de aceptar una forma de vivir que Odila sacó de las reglas de San Benito, de San Colomban y de San Agustín. Hizo notar a sus hermanas que el riguroso clima alsaciano y los penosos trabajos que les eran impuestos para sus necesidades materiales les harían más dura la regla que la del gran Benito de Nursia y las compañeras de Odila lo aceptaron sin protestar su advertencia.

La actividad de las monjas se distribuía entre los trabajos manuales y las oraciones. Las más adiestradas transcriben manuscritos, las otras hacen bordados y oropeles. Las faenas más duras no les repugnan: deben acarrear el agua del único pozo, y esto incluso cuando hiela, lo que ocurre con frecuencia a lo largo del largo invierno en Los Vosgos. Todas participan en los trabajos de conservación y de ampliación del monasterio santo, seguramente, descuidando cantar las alabanzas del Señor: de noche y de día pequeños grupos se turnaban en la capilla para cantar o rezar… Provocadas por el ejemplo de su abadesa, las monjas ponen tanto coraje en su trabajo como fervor en sus plegarias. Porque la fundadora predica con el ejemplo. Cuando las otras religiosas descansan, Odila prolonga con frecuencia sus vísperas y sus meditaciones. Algunas horas de sueño le bastan incluso echada en el suelo, recubierta tan sólo con una piel de oso. Ninguna mortificación le parecía demasiado dura para si; por el contrario, temía siempre que sus hijas faltasen a su santidad o a su equilibrio por demasiada austeridad. Vigilaba que se nutriesen convenientemente mientras que para ella encontraba excelente un régimen de panqueque de cebada rociado con agua clara.

En su rudo trabajo de constructora, se dice que Santa Odila fue ayudada por sus santos protectores, sobre todo Juan Bautista por el que guarda una especial devoción en recuerdo del milagro de su bautismo: una de sus hermanas la vio una tarde al crepúsculo cerca de un arbusto y envuelta en una luminosidad resplandeciente. Atemorizada, la religiosa retrocedió, pero Odila, saliendo de su éxtasis, le dijo: ¡no temas nada!. Es nuestro protector Juan Bautista quien, a petición mía, viene a indicarme el emplazamiento de su futura capilla. Pero, te lo ruego, hasta después de mi muerte, no digas a nadie lo que has visto. Parece, nos cuenta Hugues Peltre, que la joven abadesa quería cubrir el monte de capillas.

Una tapicería de Saint-Etienne de Estrasburgo recuerda otro milagro refiriéndose a la construcción de esta capilla de San Juan. Un grave accidente no tuvo las consecuencias normalmente esperadas: un carro con piedras muy pesadas subía por el sendero del precipicio, en lo alto del monte, cuando faltaba suelo bajo los cascos de los bueyes y todo el tiro iba cuesta abajo por la terrible pendiente. Todos los obreros se precipitaron pensando encontrar los animales sin vida o con las extremidades quebradas por lo menos.

 

¡ Nada de eso!. La Vita nos cuenta que los rumiantes tranquilamente retomaron el camino de las fundaciones de la capilla.

Para romper el último lazo que la ataba al mundo, una nueva prueba esperaba a Odila: perdió a sus padres con algunos días de intervalo, según la tradición.

Algún tiempo después de este doble duelo, Odila vio en un sueño a su padre sufriendo en el Purgatorio rodeado de llamas. Con el alma angustiada, la abadesa hincó la rodilla en tierra y pidió sollozando para conseguir la libranza del Duque Aldarico.

– ¡Dios mío! Decía, permaneceré aquí, noche y día, implorando por el alma de mi desdichado padre hasta que las huellas de mis rodillas se impriman en el granito.

En el exceso de su dolor, Odila no se resentía con el frío nocturno, ni por la mortificación de sus extremidades embotadas. Durante cinco días y cinco noches, nos asegura un antiguo cronista, rehusó comer y dormir, continuando su plegaría al instante, todo ello arrojando abundantes lágrimas. Al alba de su quinta noche de vigilia, la hija de Aldarico fue calmada por la visión de una luz brillante mientras que una voz le decía:

– Odila, por mediación de ti, porque el Señor te ama, ha dado gracia a tu padre. ¡Alégrate!, él se ha salvado.

Este episodio que manifiesta el amor filial de la santa es recordado por una capilla llamada “capilla de las lágrimas”, levantada sobre la terraza del convento. La tradición quiso incluso que existiese siempre delante del Altar Mayor la piedra usada para sus rodillas y la humedad de sus lágrimas… El relato ha inspirado a varios pintores:

Holbein el viejo, la representa prosternada en una pose patética mientras que encima de ella el duque de Alsacia sube ayudado por un ángel. A lo lejos se reconoce la villa de Obernai. Esta tela notable debe estar todavía en el museo de Praga. De la misma inspiración, un cuadro de la escuela suava se encuentra en el museo de Carlsruhe.

Odila, tranquilizada de ahora en adelante por la suerte de sus padres, agradeció a Dios con su corazón apaciguado y se apresuró a retomar sus tareas diarias en el monasterio donde debía de vivir todavía numerosos años.