Cuando leí esta vida de Santa Odila me causó una sensación muy negativa su padre, el duque Aldarico, de tal forma mi juicio sobre él se tornó severo que me preguntaba como un ser así pudo engendrar a una criatura tan dulce y buena.
Cualquiera que tenga una mínima perspectiva histórica sabe que cada cual es hijo de su tiempo y que no podemos enjuiciar hechos acaecidos en el siglo VIII con mentalidad del siglo XX. Por ello consulté textos sobre la sociedad en la Alta Edad Media que me hicieron comprender, no sin cierto reparo, la manera de ser del Duque Aldarico. A modo de resumen he incluido lo que me ha parecido apropiado para comprender la conducta de los poderosos de aquella época: los nobles.
Las condiciones de vida en la Alta Edad Media
Debemos recordar ante todo, como punto esencial, un hecho simple y evidente: en aquella época el hombre era “la medida de todas las cosas” ya que la máquina no existe más que en su estadío rudimentario. Como fuerza motriz se utilizaba el animal de carga. Todo, desde la fortaleza más grande hasta el más fino objeto eran creación viva de la mano del hombre, hasta los libros se copiaban a mano. El hombre estaba mucho más cerca de la naturaleza de lo que estamos hoy. La materia bruta y la herramienta tenían un valor y una presencia difícil de entender en nuestros días. Este contacto con la materia, que conocían tan sólo de manera empírica hacían que el hombre fuera más hábil y emprendedor. La vida en la Edad Media era mucho más dura que la de hoy. La Europa Occidental estaba poco poblada, pero la población era mucha comparada con las tierras cultivables. Los bosques cubrían la mitad de la extensión del territorio y la roturación y la caza eran tareas de primera necesidad puesto que los lobos, osos y jabalíes suponían un peligro para los hombres, rebaños y cultivos.
Los campos, labrados con arados y sin abonos, precisaban de barbecho cada dos o tres años alternativamente, producían muchísimo menos de lo que producen hoy y no rendían lo suficiente para alimentar a la población. El campesino, casi siempre siervo, tenía que dejar la mitad de la cosecha para su amo y con el resto no llegaba nunca a finalizar el año. La población crecía mucho más deprisa que las tierras cultivables.
Los países de la Europa Occidental eran casi exclusivamente agrícolas, a excepción de algunos centros fluviales: Lyon, Marsella, París, Londres, Colonia, Toulouse, Barcelona, Génova, Venecia… Eran ciudades cosmopolitas donde se daban cita comerciantes de todo el mundo, sobre todo de Oriente, de donde llegaba la mayoría de los productos manufacturados. Los productos de primera necesidad se fabricaban localmente: en cada lugar los campesinos tejían la lana y el lino. En las ciudades había talleres de tejido al igual que herrerías, alfarerías, etc. A lo largo de todo el Rhin y el norte de Francia existían importantes centros de industria textil. Los transportes, a excepción de las caravanas de mercaderes estaban poco organizados. Los productos manufacturados eran muy caros, los pobres (y hasta los ricos) prescindían de productos indispensables al confort más elemental y que eran de uso corriente en la Roma Antigua y en el Oriente Medieval.
La cama era un lujo y hasta gentes de dinero, incluso nobleza, dormían sobre la paja o en el suelo. Rara vez tenían vajilla y en un mismo cuenco de madera comían varias personas que utilizaban como plato rebanadas de pan duro. Unas tablas dispuestas sobre caballetes hacían de mesa para las comidas. El único mueble propiamente dicho era el cofre, que a parte de servir de asiento o de cama podía guardar vestidos y objetos de valor, lo que hacía de él un mueble indispensable.
Los príncipes y señores tenían asientos de madera esculpidos para ocasiones solemnes, pero en cualquier momento dado podían sentarse en el suelo, en una estera o sobre un haz de paja.
Los ricos y nobles, siempre vivían en castillos de piedra y la riqueza se medía por el espesor de sus muros y la solidez de las fortificaciones exteriores. Los campesinos se hacían unas chozas de adobe que con frecuencia se incendiaban y que tardaban poco en reconstruir. Sus propietarios no tenían mucho que perder en el siniestro: algunos botes de barro y algunas pieles de animal. Si se quemaban los sacos de grano ello significaba hambre. Para evitarlo, las reservas de grano de un pueblo solían enterrarse. Las casas de los ciudadanos se construían más de madera que de piedra y como se encontraban apiñadas unas sobre otras en el interior de las fortificaciones los incendios eran temibles. No había alcantarillados ni sistema de conducción de aguas. Las calles de las ciudades parecían verdaderos cenagales. El estiércol abundaba dado el gran número de animales de carga. Hasta en las casas de los nobles había olor a pocilga. En los banquetes los perros y mendigos se disputaban las sobras que iban tirando los comensales.
Como la escritura era un lujo, la memoria la sustituía y el hombre no poseía otro caudal de conocimientos que el que en ella lograba almacenar lo que no quiere decir que necesariamente fuese reducido.
El hombre dependía de la tierra y esta se le resistía. Los sistemas de riego y abono eran rudimentarios y por tanto las cosechas eran pobres y el ganado difícil de alimentar. El caballo, asno, mulo y buey proporcionaban no sólo fuerza motriz sino materia prima; por ejemplo en albañilería se hacía cemento con sangre de buey, en periodo de guerra la piel de buey servía para defenderse del fuego. El cordero abundaba en todas las regiones y la lana junto con el lino y cáñamo era la base textil con la que los campesinos hilaban. Resultaba trabajoso fabricar tela, pero esta era tan sólida que un vestido podía durar una vida entera. A falta de jabón la gente se lavaba con ceniza y rara vez. El alumbrado lo proporcionaba el sebo, la madera cubierta de resina, aceite o cera y se solían acostar y levantar con el sol para no desperdiciar reservas.
Las aves de corral, muy abundantes, proporcionaban plumas para los jergones y almohadas de los ricos y los cuernos de los animales muertos simulaban copas para beber o cuernos de caza.
La pasión del hombre medieval por la caza no tenía nada de lujo ni de pasatiempo. Era un trabajo con tintes de festín guerrero, cuyo botín de guerra solía ser el alimento cotidiano del cazador y de los suyos. La carne del ganado doméstico no se comía, a excepción del cerdo y el ave de corral. Los nobles, grandes comedores de carne, traían de sus incursiones por el bosque, hecatombes de perdices, urogallos, liebres y corzos. El oso y el jabalí muertos se llevaban como trofeo de caza. En las cocinas reinaba un olor a sangre, a pieles recién desolladas y a humo de carnes asadas que se juntaba con el olor de los perros, halcones y gente. La carne secada al sol o ahumada en las enormes chimeneas se conservaba mal y era necesario renovar las provisiones por lo que había una continua escasez de sal y pimienta, indispensables para sazonar los alimentos y prolongar la conservación de los víveres siempre amenazando podredumbre.
Tanto para caldear los interiores como para construir se utilizaba madera y se hacían talas sin medida. Los pobres debían contentarse con las ramas y madera muerta mientras que los ricos utilizaban centenares de troncos para empalizadas, vigas y fortificaciones de los castillos que acababan siempre destruidas por el fuego. Sacaban madera de cualquier lugar para construir maquinaria de guerra, puentes levadizos, balsas, barcas, patíbulos, escaleras, etc. Desperdiciada y sin control, la madera parecía ser un bien tan gratuito como el aire que se respiraba.
El nivel de vida de los príncipes occidentales hubiera parecido pobre y rústico a los nobles bizantinos, egipcios o persas. Los señores orientales, a parte de alguna embajada, no sentían interés alguno por visitar estas tierras atrasadas cuya existencia ignoraban a veces. En cambio los occidentales lejos de ignorar la existencia de Oriente, se forjaban de aquellos países de donde procedía la seda, las especias, los tapices y las joyas una idea fabulosa, un tanto llena de fantasía en la que admiración se mezclaba con envidia.
El campesino medieval vivía al compás de las estaciones. Conocía a la perfección el sol, el agua, la nieve y el viento necesarios para que la cosecha del año diera su fruto o se echara a perder, su vida dependía de ello. Los periodos de hambre eran frecuentes por la falta de medios de transporte. El campesino vertía en sus prácticas religiosas, heredadas de sus antepasados paganos, todas sus energías: procesiones, exorcismos, festividades, ceremonias expiatorias y espectáculos que reproducían vidas de santos. Todo se cumplía con la gravedad que se confiere a las cosas misteriosas y con el orgullo de celebrar mejor que el vecino.
La sociedad se dividía en castas bien delimitadas, cada una con su vida propia.
La Iglesia era poderosa en teoría (de hecho, sólo lo era si el obispo o abad era lo suficientemente rico o armado para poder hacer frente a los señores laicos) y formaba un estado dentro de otro estado: se sometía a sus propias reglas, tomaba a sus miembros de la nobleza y del pueblo. Era la única fuerza moderadora y civilizadora. Consiguió salvaguardar la cultura a través de los siglos y siglos de anarquía y miseria.
La lengua de la Iglesia era el latín, a pesar de que nadie entendía esta lengua ni en los países latinos. Los oficios y la lectura de la Biblia sólo podía hacerse en latín y el clérigo era en principio capaz de hablar dicha lengua. Esto daba a la Iglesia un carácter supranacional y era un factor importante para mantener su unidad interior. La ayuda de los enfermos y necesitados, insuficiente y poco organizada, era tarea reservada a la Iglesia y llevada a cabo de acuerdo a la mejor o peor voluntad de cada obispo y en la medida de que sus recursos se lo permitieran. Los conventos tenían sus hospicios y hospitales, los obispos organizaban colectas, mantenían a los peregrinos pobres y las limosnas de los particulares se recogían en la plaza de la iglesia en nombre de Dios. Sólo la Iglesia tenía escuelas y al ser sus hombres la única gente letrada, estos ocupaban cerca de los príncipes, barones y señores los puestos de secretario, consejero, escribas y contables y hacían de ingenieros, médicos, notarios, diplomáticos y juristas. Todo esto hacía de la Iglesia un poder respetado. Sin embargo estaba lejos de hacerse oír o influir sobre la conducta de la clase que de hecho gobernaba: los nobles
La nobleza fue durante toda la Edad Media la clase dominante. Era en su mayor parte de origen franco o germánico. Invadieron el Imperio Romano no como pueblo organizado sino como nómadas y la fusión con otras razas fue efectiva pero muy lenta. Con el transcurso de los siglos, los descendientes de los francos aunque habían perdido el recuerdo de su religión y lengua, constituían una especie de aristocracia militar. Las familias francas preferían encontrarse ascendientes romanos que vanagloriarse de sus orígenes bárbaros. La nobleza occidental seguía siendo, de sangre y sobre todo de mentalidad, más germánica que latina. Había heredado de los antiguos conquistadores y nómadas su carácter inestable, altivo y un culto especial al honor. El orgullo de casta permanecía poco permeable a influencias exteriores.