Capítulo IV

ODILA, HIJA DE LA LUZ

Las religiosas de Baumes-les-Dames habían acogido con agrado a la hija de Bereswinda y esta era dichosa en la atmósfera serena del convento divertida por los intensos toques de las campanas. La cieguecita jugando en el gran jardín, era objeto de la atención maternal de las monjas que buscaban hacerle olvidar su ceguera. Su dulzura, su piedad y su inteligencia eran notables, y parecía que su enfermedad, lejos de entorpecer su desenvoltura, le favorecía.

A los cinco o seis años, hacía gala, nos dicen, de una extraña madurez y, en su orgullo maternal, las buenas madres pensaban: «las grandes personas, no tienen razonamientos tan sensatos, ni puntos de vista tan elevados como esta pequeña ciega». Las religiosas la encontraban con frecuencia orando en la capilla y se maravillaban de ver como un reflejo del Cielo sobre su rostro con los ojos cerrados. Más de una juntaba las manos apercibiéndola y se extasiaba al verla crecer en sabiduría y en belleza como el Niño Jesús mismo. La pequeña enferma pasó así hasta sus doce años. Hacía ya más de diez años que había dejado a su nodriza de Scherwiller y que había sido llevada lejos de los suyos en el secreto del monasterio…

 

 

En el mismo tiempo vivía, al otro lado del Rhin, en Ratisbone, un obispo renombrado por su santidad. Se llamaba Erhard y una noche que estaba orando como de costumbre, Cristo le apareció y le pidió que se dirigiera al monasterio de Baume-lesDames:

«Allí le dijo, vive una muchacha ciega que ha sido llevada sin saberlo su padre y que no ha recibido el bautismo. Bautízala e impónle el nombre de Odila. En el mismo instante que el agua santa haya sido vertida sobre ella, sus ojos abrirán a la luz» (En este lejano tiempo, el bautismo se hacia en la primera infancia y se realizaba por inmersión. Los catecúmenos tenían que pasar un estado preparatorio).

El santo obispo, inquieto, se puso en camino al alba, llevado por un corcel rápido. Después de varios días de cabalgadura, a través de bosques y montes, llegó al monasterio. La abadesa, llamada, juntó las manos, cuando este enviado de Dios la puso al corriente de su misión. Rehusando tomar el menor reposo, el prelado pidió que le presentaran a la pequeña ciega y delante de la Comunidad reunida, todo fue preparado para el bautismo. Haciendo correr el agua bendita sobre la frente de la niña, el obispo gritó:

«¡ En el nombre de Jesucristo, sea declarada la claridad de los ojos del cuerpo y de los ojos del alma! Tu te llamarás Odilia, es decir hija de la luz. «

A los gritos de la niña exclamando: «veo, veo», abriendo bien sus ojos en lo sucesivo claros y vivarachos, las religiosas todas cayeron de rodillas para dar gracias a Dios.La pequeña Odila quedaba agradecida por haber recibido un tal don del Cielo y no sabia como complacer a Dios que acababa de manifestar en ella su poder y su bondad. Ella continuó viviendo entre las religiosas desplegando las virtudes más raras: tan joven asombraba por una fuerza de voluntad poco común y un desprendimiento de los bienes y de las pompas del mundo que parecía despreciar. Se acostaba en el suelo sobre una piel de oso, su cabeza posada sobre una piedra y no comía más que legumbres hervidas y gruesos trozos de pan de cebada. ¡Lo que otros arrojaban a la basura le parecía aprovechable!

Fue por humildad por lo que ella escogió siempre el último lugar y la comida más rústica, pero guardó un comportamiento tan dulce, un humor tan fino que a nadie parecía molestarle. Fue el rayo de sol de la comunidad y desplegó raudales de paciencia cerca de religiosas ancianas y agrias de carácter. La insique predilección de que era objeto y el espectáculo de tanta notable virtud, suscitaron la envidia y animosidad de algunas monjas de carácter mezquino. . .

Cuando abandonó Baume-les-Dames, el santo obispo, habiéndose enterado del secreto del nacimiento de Odila, fue a advertir a su hermano Hidulphe de la abadía de Moyen-Montier, cerca de Hohenbourg, de la curación milagrosa de la niña, pidiéndole que transmitiera esta feliz noticia al duque Aldarico.

¡Ay el buen monje fue sorprendido cuando el duque lejos de reclamar el regreso de su hija, pidió que quedara en el monasterio lejos, donde la madre la había llevado!.

¿Dudaba de su curación? ¿Dudaba incluso si se trataba del bebé ínfimo que había querido matar? Es posible, pero no es cierto: después del de la pequeña ciega, muchos niños habían venido a reclamar al duque su descendencia. Él prefirió particularmente al primogénito, Hugon el generoso, un hermoso y robusto muchacho en el cual el orgulloso señor puso todas sus esperanzas de riqueza y dominio ¿porque, en su vida actual feliz, próspero y respetado, hacer surgir el espectro de su humillación, tal vez de sus remordimientos?  No quería en absoluto ver aparecer bajo el tejado a aquella que su crueldad había condenado al exilio, que había definitivamente arrojado de su vida y de su familia y le parecía más cómodo el parecer dudar de la veracidad del relato que se le hacía…

Odila, mientras tanto, acepta mal y progresivamente la separación obligado por los suyos. Conocía el secreto de su nacimiento y no pierde la oportunidad de preguntar, cuando pasa un viajero o un peregrino, por su familia. Notó que la mayor parte elogiaban a su hermano Hugon cuya generosidad y valentía lo convirtieron en el preferido del duque. Poco a poco una idea germina en el espíritu de la joven quien, poco tiempo después de su curación milagrosa, comenzó a estar expuesta a las persecuciones de religiosas envidiosas tanto por su nacimiento noble, de sobra conocido, como por el milagro con el que había sido favorecida. La joven de corazón sensible sufría en silencio. Ella que había pensado pasar su vida en medio de sus madres adoptivas no aspiraba en el presente más que a encontrar a su familia. Su deseo le inspira un gesto audaz y no acorde en la dulce y santa infancia Es preciso creer que había en ella modos de carácter impulsivo y fogoso como su padre. El paso de un peregrino le dio ocasión de actuar. Escribió apresuradamente una carta suplicando a su hermano Hugon, que lo escondiera en el centro de un pelotón de seda que confiaba al viajero pidiéndole que lo dieran al joven.

Pronto Hugon va a leer el mensaje donde esta hermana desconocida le suplica probarle su afecto paternal por medio de una licencia de su feroz padre para que viniera a recogerla y rendirle obediencia con lo que era deudora de sus muy honorables padres. Llevado por la piedad, Hugon, en un arranque juvenil, se arrojó a los pies de su padre, rogándole el regreso de su hermana entre ellos. Desgraciadamente, Aldarico no se dejó herir no por los términos de la carta de Odila, ni por las lágrimas de su hijo predilecto. Lo despidió dándole la orden de no importunarlo. Hugon, no obstante, no se dio por vencido. Cogiendo entre sus dedos la carta de Odila, repasando en su mente las bellas y buenas cosas que respecto a ella contó el peregrino, Hugon se dijo que si su padre estaba enfrentado a su calmada y santa hija, no podía impedirle que la amara. Así decidió pasar por alto la voluntad de su padre. Su decisión fue ejecutada con ardor juvenil: envió un correo diciéndole que viniera, con toda seguridad e hizo acompañar a su mensajero de un carro tirado por seis bueyes blancos con cuernos dorados, escoltado por varios criados ya que los caminos eran poco seguros. Además, en gesto de bienvenida, Hugon el generoso envió a su hermana un magnifico vestido bordado en plata. . .