Capítulo II

LOS SEÑORES FEUDALES DE OBERNAI

 

En aquel tiempo, Alsacia estaba en manos de un duque, gran vasallo del rey merovingio Childerico II. Valeroso con la mayor parte de sus pares, era brutal como muchos de ellos.

El cristianismo era de implantación reciente y las costumbres de estos guerreros eran todavía rudas y con frecuencia licenciosas: no hacía apenas un siglo que Clovis había recibido el bautismo en Reims de manos de San Remi, dando impulso al cristianismo en Francia.

El lamentable fin de los últimos reyes merovingios se preparaba: Childerico II iba a ser asesinado por Boridon en el bosque de Bondy y pronto su primogénito sería depuesto por Pipino el Breve y moriría en un monasterio. La abulia de estos últimos reyes holgazanes había sumido al país en plena decadencia. Cada cual no reconocía nada más que la autoridad de la fuerza. En lugar de las leyes romanas, se guiaban por vagas costumbres poco equitativas. La justicia se enturbió con hábitos bárbaros: por un crimen el culpable pagaba el precio de la sangre, según una tarifa prevista; haber arrancado a otro una mano o un ojo costaba cien sueldos; para saber si un acusado era o no culpable se le hacía sufrir las pruebas u ordalías, ¡ el inocente retira la mano del agua hirviendo sin dolor!

La vida material e intelectual se resentía con esas costumbres brutales. La industria y el comercio peligraban. Los caminos era poco seguros. La agricultura era casi la única actividad del pueblo. A Dios gracias, el cristianismo con el poder de los obispos y la organización de las parroquias, con los primeros monasterios, intentaba proteger a los campesinos y esclavos. El duque de Alsacia Aldarico es también hijo de su tiempo. Bautizado, cree en Dios y le teme, pero con frecuencia se deja llevar por su orgullo y su empuje bárbaro. El descendiente del célebre Erchinoaldo, alcalde de palacio bajo Covis, y por su madre de Segismundo, rey de Borgoña. Su alianza con la dulce Bereswinda, sobrina de San Leger, Obispo de Antun, le ha valido, a la muerte del duque Bonifacio la investidura de duque de Alsacia. La montaña que lleva hoy el nombre de Santa Odila era, en ese momento el llamado con el nombre de Castillo Romano, en ruinas y que coronaba la montaña: el Hohenbourg. Hasta el 407, durante los cinco siglos de dominación romana, se había llamado con el nombre medio latino, medio celta de Altitona. En aquellos tiempos, anchos caminos empedrados unían pueblos florecientes y villas de tierras fértiles.

Este castillo había reemplazado a un antiguo santuario galo: El templo del Sol, y este monte de Belén fue uno de los cuatro grandes centros religiosos donde se reunían, en La Estaca Celta, las tribus de diversas regiones: el fuego sagrado ardía en el centro del templo circular sobre una piedra negra “caída del cielo” y las siete vírgenes guardianas del fuego, símbolo de los siete planetas, vestidas de blanco y coronadas por hojas de abedules, giraban alrededor del templo rompiendo sus címbalos.

¿Supervivencia pagana? Hoy todavía, se dice que las jóvenes que quieren casarse en el año deben dar tres veces una vuelta a la capilla que se emplaza donde estaba el templo de Belén.

El famoso muro pagano, El Heidenmauer, fue durante mucho tiempo atribuido al diablo por el pueblo: edificado con enormes bloques de piedra vosga, toscamente cortada, ha resistido un número impresionante de siglos.

Desde la época del duque Aldarico, las viejas piedras del Hohenbourg probaban que desde tiempos lejanos los hombres habían elegido este monte, que domina desde ochocientos metros la llanura de Alsacia, como zona de refugio y como lugar de culto.

Después de su casamiento, el duque Aldarico y su esposa se instalaron en su villa merovingia de Oberhnheim que era entonces la capital de la corte ducal de Alsacia.

Su vida era la de los señores de su tiempo. Beresvinda dirige a su gente, ordena, reza y visita a los pobres mientras que el duque, a la cabeza de sus hombres de armas, lucha para conservar los derechos sobre su hermoso ducado.

Cuando sus vecinos lo dejan en paz no queda inactivo: levantado al alba, supervisa sus tierras o bien organiza en los negros bosques de Hohenbourg batidas a los osos, a los últimos uros y a los jabalies.

No existe ni una pulgada de esta hermosa y rica tierra de Alsacia que no haya medido, que no haya tenido que defender de la avidez de tal vecino o de la rapiña de las fieras salvajes.

De este modo, a medida que pasan los años sin darle esperanza de poder poner su herencia entre las buenas y fuertes manos de un hijo educado a su imagen y semejanza, se vuelve más sombrío y más irascible.

¿Será posible que después de él su hermoso ducado de Alsacia sea despedazado por los ávidos señores de su entorno?

Con frecuencia su mirada se dirige hacia las ruinas de Hohenbourg colgadas al borde del Monte, en el emplazamiento más escarpado. El flujo de las invasiones bárbaras ha destruido el rico castillo galo – romano. ¿ No estaba destinado a levantar las

feroces murallas y los altos guarnecidos con balizas?

El deseo de poder, la sed de soledad del duque se conjugaban con su orgullo para dictarle su decisión: ¡Reconstruirá el Hohenbourg!.

 

En lo alto, el nuevo castillo estará protegido de un lado por el precipicio, del otro por un acantilado de rocas infranqueable. Y en la cima de la torre, el duque podrá custodiar todas sus posesiones… . Bereswinda le incita a construir un santuario cristiano allí donde se reconocían los vestigios del templo pagano…

Pronto su decisión toma agarre, equipos de artesanos y de leñadores se pusieron a trabajar en la montaña salvaje, recubierta por el bosque, resonando el ruido de las hachas, del movimiento de los carros de bueyes llenos de piedras.

Probablemente, después de la construcción del Hohenbourg, el duque y su esposa no dejaron su vasta “Villa Regia”: el castillo no servía más que de refugio de caza al duque, pero de ahora en adelante, sabía que en casa de alarma, todo el pueblo de Obernai podría ir a refugiarse ahí.

Mientras que todos los pobres del contorno cantan con elogio la dulzura y generosidad de la esposa del duque, su marido, fiero soldado, continua su vida de caballero, de cazas y combates y suscita más miedo que admiración.

¿ Se rumoreó que osó matar a Germán el piadoso, abate del monasterio de Granval, cuando vino a reclamar libertades para sus villanos de Sorgnau?.

Fue poco tiempo después cuando se decidió a ceder ante las peticiones de Bereswinda y de hacer construir en el Hohenbourg dos capillas, una dedicada a los santos protectores de Alsacia, la otra a San Pedro y San Pablo, patrones de Oberehnheim. Se puede pensar que el duque de Alsacia, culpable de asesinato, quiso someterse al rito de su tiempo, porque en muchas ocasiones las donaciones a las iglesias se hacían para limpiar la culpabilidad de los crímenes… . La religión tuvo en esta época mucha base de creencia superticiosa y muchos pensaban poder comprar el perdón Divino por sus faltas…

Monseñor Léger, tío de Bereswinda, vino en persona a bendecir las capillas del Hohenbourg. La visita del obispo dio un poco de bálsamo al corazón de los esposos privados de niños y los dos recobraron confianza.

La piadosa y dulce esposa redobló sus plegarias y sus actos de caridad porque tiene presente que el duque ha recobrado alguna confianza, tiene miedo de que una inconveniencia le haga, con toda seguridad, caer en su humor sombrío y querellante.

A Dios gracias un día sus plegarias fueron escuchadas y se precipitó a confiar a su marido su dulce secreto.

Aldarico la estrecha en sus brazos. Hace ya muchos años que no le ha visto sonreírle así. Confusa, baja suavemente sus pupilas sobre su mirada radiante y agradece a Dios en su corazón.

Esta dicha no duró más que un instante. Pronto, el duque da rienda suelta a su carácter y su voz recobra las entonaciones rudas e imperativas que le son habituales:   -¡Rezad!. Continuad rezando, amiga mía. Es un hijo lo que debéis darme; un hijo del que haré un hombre que no se deje llevar ni por su corazón, ni por sus deseos, ni por nada. ¡Un hombre fuerte como su padre!.

La dicha de la duquesa es vacilante. ¡ Dios mío!. Si el hijo que lleva en su seno no era más que una niña… ¡No!, no es posible que Dios reserve tal decepción al duque que acaba de construir dos capillas.

En su gran bondad, Dios ha escuchado sus plegarias al instante… ¿No sería dudar de Él imaginar que pudiera decepcionarles?.

Los meses pasan. Meses de dulce espera combinados con momentos de angustia por Bereswinda: cuando el duque le habla de este hijo que colmará su dicha y le permitirá medir de un vistazo fiero y seguro a los vecinos envidiosos, Bereswinda palidece de miedo.

Finge, a pesar de todo, atender su certeza orgullosa, acordándose de la terrible cólera que suscitó el día que suspiró:

  • .. mi señor… ¿Y si Dios quisiera que nuestro primer hijo fuese niña?

La pobre Bereswinda debió refugiarse en los sirvientes para escapar a la cólera de Aldarico.

El día tan esperado llegó. El duque había partido a cazar a Hohenbourg para escapar a la fiebre de la espera. Ni el acecho apasionado, ni los caballos cansados, ni los halagos de sus compañeros de caza lo llevaban a cazar con ansiedad. Hasta que un claro en el bosque de abetos le permitió descubrir la llanura, su mirada se dirigía a su villa de Oberehnheim, después distribuía sableando con golpes coléricos de su daga las bases aterciopeladas del musgo que tapaba las pendientes rocosas, las zarzas de frambuesa secas, remoloneando los arándanos y los champiñones que olían en el bosque.

Los campesinos batidores habían cercado al gran oso pardo que robaba la miel de sus colmenas y destrozaba sus mejores cosechas; se había reservado al duque el honor de clavar su daga en el corazón del monstruo, pero parecía no tener el menor interés en ello…

Cuando se puso el sol, el tropel de cazadores llegó al castillo del duque, quedando este al borde del precipicio del Hohenbourg, en el lugar donde se divisaban las edificaciones más grandes de su villa.

 

En esta víspera de espera, pasaba sin cesar de las alternativas pesimistas a las esperanzadas… Mientras, cuando le llegaba el rumor de sus vasallos felices que se instalaban para la juerga nocturna, una dicha orgullosa le invadía. Riendo cogía el cuerno de uro que se le daba para beber, celebrando su próxima paternidad, el vino dorado de sus viñedos…

Toda la noche, bebió y cantó con sus compañeros, devorando a dentelladas los trozos de carne sangrante, mientras que alrededor de ellos humeaban las teas de resina…

En la euforia de la fiesta, ya no dudaba. Bereswinda le habría dado con seguridad un hijo vigoroso, digno de su raza, y que cuando le sucediera, reduciría a sus envidiosos vecinos…