LA NIÑA CIEGA
El cielo clareaba apenas cuando, después de un corto descanso, el duque galopaba hacia su villa de Oberhnhein. Atropellando a un siervo que acudía, se lanzó a lo largo de los pórticos de la galería. Sin secarse el rostro reluciente de sudor, ni quitarse su túnica llena de sangre, irrumpió en la habitación de la duquesa. Las tres mujeres inclinadas en la cuna dieron un grito de asombro. Sólo, la dama Bereswinda, muy pálida entre sus trenzas rubias, sonrió a su marido con la más esforzada de las sonrisas. Sobre la sombría piel de oso que le servia de cubierta”, sus manos mojadas se crispaban con un gestó de súplica angustiosa: ¡Dulce señor! he aquí que El Señor Dios . . .
Las mujeres se habían separado temerosamente acurrucadas en una esquina de la vasta habitación.Antes de acercarse a su hija, el duque había comprendido:
– ¿Una niña, no es eso? Dijo con una voz entremezclada con furor.
– ¡Tan bonita y tan rubia! mi dulce señor, protestó con suavidad Bereswinda, pero el duque encogió los hombros y giró los talones sin haber besado a su esposa en la frente Esta dejó entonces correr las lágrimas, felicidad y pena mezcladas, recobrando la contemplación esperada. Dios no había cedido más que a la mitad de sus plegarias, ¿pero como el duque no se dejaba conmover también con esta frágil muñeca con bucles rubios y piel de rosa satinada?
Muchos días transcurrieron sin que el duque consintiera mirar a su hija. Berewínda se inquietaba, con su seguridad, al verlo recaer en su genio feroz, pero abrigaba firmemente la esperanza de que al crecer el bebé conquistaría el corazón de su padre. Conocía, en el presente, otro tormento: su hijita tenia los párpados entumecidos y cuando los abría, sus anchas pupilas, de color todavía indeciso, no reaccionaban ni al resplandor de la lamparilla de mariposa, ni incluso al rayo de sol o a la antorcha de resina. Sus sirvientes le habían asegurado que la neonata no distinguía la luz pero su angustia persistía y, a escondidas de su marido, hizo llamar a su antiguo médico. Este se percató enseguida de que la hija de la mujer del señor feudal era ciega de nacimiento y no vería jamás la claridad del día, pero necesitó un rato para decirle toda la verdad a los desdichados padres. El duque mientras tanto, había tenido noticia de su llegada y se reunió rápidamente en la habitación de Bereswinda. El respeto que inspiraba el señor al anciano médico lo llevó a apiadarse. ¿qué ocurriría si Aldarico se daba cuenta de su engaño? Más valdría no ocultarlo, aunque la duquesa pasara por santa, capaz de soportar los peores reveses del destino (los médicos en aquel tiempo percibían enormes salarios, pero pobres de ellos si el enfermo que pertenecía a una familia pudiente y vengativa moría: corrían el riesgo de ser castigados con la gleba).
Mientras tanto, con el corazón en un puño, la pobre madre lloraba en tanto que el duque entraba en una violenta cólera:
– Dios me castiga sin mesura, gritaba. ¿Qué haré con un engendro ciego en mi casa?
Marchando como un león acecha a todo alrededor de la habitación, y arrojo al Cielo unos improperios:
– ¡Esta niña mal nacida debe desaparecer del mundo y de mi vista! ¡ Que la maten cuanto antes! (Supervivencia de la antigüedad pagana, estaba permitido en esta época el matar a los que nacían enfermos o monstruosos presentados como castigo del cíelo).
Tal como los espartanos se deshacían de sus enfermos de nacimiento precipitándolos al golfo de Tenar, el duque dio la orden a un siervo fiel de romper la cabeza del bebé sobre la roca de Mannelstein y abandonar su cuerpo a los cerdos. Mientras todos temblaban ante la cólera del amo, la joven madre velaba noche y día sobre la pobre niña, tan frágil y amenazada hasta en su propia vida por un padre inhumano. Cuando escuchaba los pasos Aldarico en la puerta de su habitación palidecía de angustia.
Un día el duque se decidió a entrar y gimió fuerte arrojando una mirada de desprecio hacia la cuna:
– ¿Qué he hecho para ser castigado de esta manera? ¡Humillación parecida no ha sido impuesta jamás a uno de mi raza! ¿Será un castigo del cielo?
Escuchando sus quejas y viendo su rostro marcado por el dolor, Bereswinda intentó, una vez más, interceder por su hija:
– ¡No mi Señor, no podéis ser un maldito! Recordad la parábola del ciego de nacimiento: “Ni él ni sus padres han pecado, le dijo el Señor. Fue probado para que las obras de mi Padre se manifiesten en él; ¿ Tal vez sea lo mismo para esta niña?”
La cólera de Aldarico estalló de nuevo, la madre comprendió entonces que era capaz de llevar a cabo su amenaza de ejecución y que no tenía minuto que perder para salvar a la niña de su furor. Decidió enviar sin demora a un hombre de confianza a Scherwiller donde vivía uno de sus antiguas sirvientas. Estaba casada y desde hacía poco era madre de un muchachito y ciertamente consentiría criar a la pequeña enferma en secreto.
Pronto un caballero salía de Oberhnhein espoleando su montura y la noche envolvía la villa cuando la joven campesina de Scherwiller penetró furtivamente en la habitación de la duquesa.
El encuentro de las dos mujeres fue breve, nos dice la “Vita”. Apresuradamente Bereswinda explicó a su antigua sirvienta la cual sería su misión: educar a la niña sin que nadie dudara de su pertenencia a la nobleza.
-¿Incluso a mi marido?, se inquietó la campesina.
Eso lo dejo a tu criterio, de todas formas serás recompensada por tus penas. . . . . Y no podrías decirle a tu marido que has encontrado a la niña en el río flotando como Moisés en un canasto? ¡Lo esencial de momento es que escape al furor del duque! Y Dios nos ayude.. . . . .
Profundamente sorprendida, la brava campesina prometió tomar el más grande celo con la niña de su duquesa y tomando a la niña, cálidamente envuelta bajo su amplia capa, dejó la habitación, encontró en el patio una montura ya preparada y partió sin perder un instante hacia Scherwiller.
Treinta kilómetros separan esta aldea de la villa ducal. pero la valiente mujer temía ya le persecución de los hombres de Aldaríco como de los lobos del bosque y frecuentemente eligió cabalgar en el bosque antes que al descubierto.
Apenas se paraba para beber en alguna rústica fuente como para evitar un mal encuentro que pueda dar aviso al duque y ponerlo sobre la pista de la niña.
“El ilustre retoño, escribe con cierta grandilocuencia el Padre Peltre, para evitar ser reconocida, desapareció entonces entro los hijos del pueblo”.
Mientras tanto, los padres adoptivos no pudieron ocultar por mucho tiempo la presencia de la pequeña sobre su techo. Pronto se desataron habladurías. Se observaba que esta pequeña enferma estaba más cuidada que sus hermanos de leche. Para ella la ropa más fina, las pieles más suaves, la cuna más dulce y la más adornada, la leche más cremosa, azucarada con la miel más perfumada. . . Las comadres cuestionaban, insinuaban, creían que el duque era la causa de los cotilleos, alertando a la desdichada Bereswínda. Esta comprendió rápidamente que la prudencia se imponía en efecto. Debía apartar de allí cuanto antes a la niña y pidió a su nodriza que llevara al monasterio de Palma donde tenia a una amiga religiosa. La pequeña princesa ciega tenía apenas un año cuando se le arrancó de su nuevo hogar y le hizo emprender un viaje largo y aventurero lejos de su Alsacia natal hasta el convento de Palma que los historiadores piensan que estaba situado en Baume-les-Dames, cerca de Besançon. …