PROMETIDA SOLO A DIOS
Cuando el duque Aldarico hubo juzgado poner fin al periodo de duelo en la corte ducal, se puso a repartir invitaciones, retando a los presentes con la contemplación de la radiante belleza de su hija mayor. Banquetes, juegos y partidas de caza se sucedieron bien en su Villa Regia de Oberehnheim bien en el Hohenbourg. El duque no reparaba en el oro necesario para recibir con fastos, pero Odila quedó piadosa y caritativa, se entendía con su madre para que una buena parte de sus generosidades llenara las escarcelas de los pobres campesinos cargados de hijos o los desdichados minusválidos que mendigaban por los caminos de Alsacia.
Para no disgustar a sus padres, Odila se prestó, con buena gracia al principio, a estas mundanidades, pero su belleza y su fortuna no tardaron en suscitar una corte de admiradores. La joven, desde mucho tiempo atrás llamada para el servicio a Dios y a los pobres, tenía la impresión de perder horas preciosas y pronto no pudo ya esconder su cansancio. Su indiferencia, en medio de tantos atractivos y seducciones desplegadas a su alrededor, no tardó en alarmar al duque Aldarico que se puso entonces a atormentarla:
– ¡ Eres tan bella y tan buena, mi niña!. Deseo que por ti nuestra casa haga una brillante alianza… ¿No puedes elegir, de ahora en adelante, entre los mejores barones del país?.
Desgraciadamente, Odila bajaba púdicamente sus pupilas respondiendo que ella no se preocupaba por alguno de esos valerosos señores porque había hecho voto a Cristo de permanecer siempre a su servicio. Después de la muerte de su hijo preferido, Aldarico había entrado en la difícil vía del arrepentimiento y luchaba contra sus instintos violentos, no podía admitir que su hija rehusara entrar en sus proyectos cuando se trataba incluso del porvenir de su raza. Su autoridad de Pater Familias le parecía indiscutible. Así, sintiendo que la cólera lo invadía, decidió escoger el mismo al más hermoso barón de la región para tentar a su hija. Por los dichos de varios cronistas, Aldarico anunció un día a Odila la visita del más seductor y el más rico de sus pretendientes, Eberhard, príncipe de la otra orilla del Rhin. Usando a la vez su autoridad y su cariño, el duque le dio la orden de ponerse el mejor vestido de los que tuviera y de reservar la mejor acogida a este gran señor.
Durante este tiempo, se preparaba un gran festín en las cocinas porque el duque Aldarico tenía, como todos los señores de la época, un apetito extraordinario y se portaba fastuosamente con el que había elegido para su hija mayor. Ciervo y jabalí de los bosques de Hohenbourg constituían los platos fuertes de la comida, pero no se habían desdeñado ni los gazapos ni los faisanes. Mientras que las legumbres estaban rociadas de miel perfumada por el rico polen de las flores de la montaña, las carnes estaban fuertemente condimentadas “ para ayudar a la digestión”. Unos sirvientes se disponían alrededor de un enorme flan, después ordenaban las frutas de la huerta, manzanas y peras, en una enorme fuente de plata esculpida. En esta ocasión, no se servía la melancólica cerveza (cerveza de los antiguos hecha con cebada fermentada), sino vinos de las mejores cosechas que coloreaban su reflejo de los vasos de cristal adornados con festones en las jarras de plata. El duque hacía venir sus vinos de Borgoña, patria de su madre, pero no despreciaba los que él cosechaba en sus laderas del Mosela: los vinateros merovingios cuidaban ya amorosamente sus cepas “disponiendo de cera bendita en las cuatro esquinas del viñedo para espantar al granizo, tocando las castañuelas a lo largo del día para hacer huir a los pájaros”.
Pronto, en la sala de festejos con las paredes adornadas con espléndidas tinturas procedentes de países de Oriente, con la luz recubierta de los tapices de lino y de púrpura, los invitados podían tomar asiento sobre los bancos esculpidos, delicadamente decorados con cojines y con piel de oso.
Odila, cediendo a la insistencia de su padre, se había dejado vestir por los sirvientes con su largo vestido diseñado con seda blanca y plata, con su túnica de seda roja forrada de lino, abierta y sujeta al talle por anchas cintas y a los hombros por fíbulas (corchetes merovingios que representan sobre todo animales: serpientes, pájaros, etc.) de oro ornamentadas por perlas. Sus mangas, muy amplias, estaban engalanadas por una banda de satén rojo bordado con hilo de oro.
Los rubios cabellos de la joven son apenas visibles, disimulados por un velo de seda púrpura fijado con dos espigas de oro.
El gusto en ese tiempo, todavía bárbaro, era por los colores vivos, por las telas brillantes y por joyas pesadas. Los sirvientes no cesaban de acosarla con exclamaciones admirativas mientras que la joven ama palidecía y contenía con dificultad sus lágrimas…
El duque Aldarico parecía satisfecho del acicalamiento de su hija, pero no de su aspecto derrotado. También, acosándola en la sala donde Heberhard la esperaba, le suplicó de nuevo:
– Si amas verdaderamente a tu padre, Odila, harás lo que él quiera.
Ya el joven barón, grande, esbelto, magnífico él también con su abrigo escarlata que resbalaba sobre la túnica blanca, se inclinaba y sonreía:
– ¡ Odila!, soy barón de la orilla oriental del Rhin… La morada de mi padre es tan grande como Hohenbourg y poseo bosques y llanuras hasta el infinito… Todo lo que soy, todo lo que tengo, lo deposito a vuestros pies…
El joven y fiero barón se detuvieron un instante, fingiendo suplicar una decisión de la hermosa princesa que admiraba desde una recepción anterior. Ante su silencio y frialdad, su mirada se hizo más intensa y su voz más suplicante:
– Si aceptáis seguirme, no os aburriréis bajo mi techo. El día entero mercaderes con los ojos oscuros y la piel bronceada, hijos de Persia o de Egipto, extenderán delante de vos telas de una increíble riqueza y os presentarán pedrerías centelleantes. Vos reinareis, ¡Oh Odila!, sobre mi corazón y sobre mis bienes.
La joven princesa no respondió y parecía ausente. Sus hermosos ojos, milagrosamente curados, ¿veían tan sólo el fiero rostro enmudecido del barón?.
– ¡Los dioses han temido que yo hable con la pureza de mi corazón!. Odila, he viajado por el mundo y he visto hermosas doncellas de gran nombre, pero ninguna que se os pareciera. Decid, decidme si he tenido la desdicha de desagradaros…
Eberhard bajó sus pupilas con los ojos llenos de lágrimas y acabó con voz temblorosa:
– Si, decidme si os desagrado y me iré sin volver la cabeza…
El duque de Alsacia, enloquecido por el rostro cerrado de su hija, gritó:
– ¡ Odila! . ¡ Yo te imploro!. ¡ No rehuses!. ¡ Piensa en tu padre!. ¡ Es necesario!. ¡Es preciso que tengas niños que me consuelen!.
Los labios de la joven se despegaron al fin:
– Es necesario sobre todo, dijo, que vuestra memoria permanezca pura en la memoria de los hombres… Si, es el alma lo que hay que salvar y no la felicidad lo que hay que encontrar. ¿ No sabéis que no quiero vivir más que para Dios, para los pobres y para vos?.
Con estas palabras se retiró saludando al joven barón, pero su padre estalló de ira y juró que, a partir del siguiente día, sus bodas serían celebradas en una de las capillas…
Cuando se iba, Odila sintió la amenaza y se puso a temblar. No podía ser infiel a sus votos, pero no ignoraba que su padre tenía todo el poder para forzar su casamiento.
Odila se puso a rezar para suplicarle al Señor que le diera el coraje necesario puesto que iba a contradecir la voluntad paterna.
Los historiadores de la Santa enmudecen el papel que Bereswinda habría podido jugar en este caso, también se puede pensar que la dulce y piadosa duquesa no estaba ya en este mundo a pesar que la tradición nos relata que sobrevivió algunos años a su marido. El duque de Alsacia debió fallecer hacia el año 690, una docena de años después de este episodio.
Como quiera que sea, Odila escogió la huida para escapar al matrimonio que le imponía su padre.
Cuando la familia, invitados y sirvientes se durmieron, salió de su habitación con mil precauciones, y como su valiente nodriza debió hacer veinte años atrás, afrontó sola los peligros del bosque en la noche. Se había envuelto en un modesto manto de color oscuro bajo el que disimulaba un pequeño hatillo.
Pidiendo con su corazón, temblaba de miedo con el menor movimiento de ramas que agitaba el viento, con el ruido de una hoja, con los toques y los gritos de los pájaros nocturnos.
Odila marchó así hasta el Rhin, y allí, tuvo la suerte de encontrar a un pescador matutino que, pensando favorecer a una pobre sirvienta que iba a reunirse con sus amos, accedió a que atravesara el río en su barca: los puentes eran cosa rara en esta época.
Tan pronto como bajó a la orilla oriental del río, Odila corrió hacia los espesos abetales de la Selva Negra para buscar refugio, porque no dudaba que su padre mandaría a sus gentes a perseguirla en el momento que se diera cuenta de su partida. La sombra y la calma del denso bosque la liberan de tanto miedo como a plena luz en un día brillante; fatigada por su largo camino, se tendió sobre el seductor tapiz de agujas de pino… ¿Se durmió?. Fue sacada bruscamente de su soñolencia por un ruido insólito. Su corazón palpitaba precipitadamente. En su pánico, se puso algunos instantes a reconocer el galope cadencioso de varios caballos… Comprendió entonces que sus perseguidores rehusaban atravesar el Rhin con sus monturas y que estaban sobre sus pasos. Ella se lanzó sobre el primer sendero por el que vino y fue tan lejos como la llevó este camino.
Desgraciadamente, como escribe un cronista antiguo en el bosque un padre persigue a una hija con más dureza que si se tratara de cazar a unos animales salvajes.
Ya oyó Odila los gritos de victoria de los primeros caballeros que la descubrieron y, en el mismo instante, se dio cuenta de que el sendero por el que se abrió camino estaba cortado por una enorme piedra haciéndolo infranqueable…
Estaba entonces divisando Fribourg-en-Brisgau, pero allí no volverá jamás. En un sollozo gritó:
– ¡oh! Dios mío, estoy perdida. Acógeme bajo tu protección.
Al instante, Dios se manifestó por medio de un milagro: la piedra se abrió y se cerró, asegura el cronista, envolviendo a la joven completamente como Jonás en el vientre de la ballena. ¡Que emoción entre los caballeros conducidos por el Duque Aldarico y el joven que pretendía la mano de Odila!. Los dos se bajan de sus corceles y se precipitan hacia la roca donde Odila acaba de desaparecer. Examinan la maleza y la piedra sin descubrir algún fallo que permitiera el paso de un cuerpo y Eberhard se preguntaba si no habrían sido víctimas de una alucinación… Pero el duque Aldarico se persuade de que ha sido la voluntad divina quien ha abierto y cerrado la piedra para arrancar a su hija del destino que quería imponerle. Así, torciéndose las manos de desesperación delante de esta roca, que le aparecía como la tumba de su hijo, gritó:
– ¡Señor!, te lo suplico, devuélveme a mi hija viva y te juro que no contradeciré ni su deseo ni el tuyo. Te prometo que le dejaré que disponga de su futuro… apenas hubo pronunciado estas palabras apareció Odila sana y salva de una grieta…
Este milagro se produjo en Musbach, en un lugar por donde corre, desde esta fecha, un chorro de agua y donde se construyó una capilla en el siglo XII que era lugar de peregrinación de los antiguos habitantes del lugar.