Capítulo VIII

EL MONASTERIO DE ABAJO

 

Si Odila es un ejemplo de servicio al Señor, no olvidó nunca el cuidado de los pobres ni de los enfermos, siempre recibidos en su convento como si se tratara de su casa. Desgraciadamente, el camino que subía era escarpado y rudo para los que padecían enfermedades o males y la santa abadesa, cuyo corazón generoso quería aliviar todos las miserias, soñaba desde hacía tiempo con evitar esta dura ascensión a sus lastimosos solicitantes. En invierno sobre todo, cuando la noche cae rápidamente, cuando la nieve o el hielo recubren todos los senderos de Hohenbourg y los lobos merodean en los bosques vecinos, ¿cuántos indigentes no podrían alcanzar la puerta tranquilizadora del convento?.

Un encuentro providencial va a precipitar la decisión de la fundadora del Monasterio de Arriba. Un anciano muy débil, nos cuenta un antiguo cronista, se había puesto en camino para ir, como era costumbre, a pedir limosna al convento de Hohenbourg. En la penosa pendiente sus fuerzas le traicionaron y se desvaneció. Fue la propia Odila quien lo descubrió un poco más tarde, pero inclinándose sobre él, llena de compasión, no conseguía que recobrara el conocimiento.

¿Qué hacer?. Un poco de agua para bañarle las sienes bastaría sin duda para reanimarlo, pero Odila conocía bastante bien su montaña como para saber que no había el menor manantial en las proximidades. Registró mientras tanto desesperadamente con la mirada los sotos próximos, las rocas musgosas y, guiada por una inspiración del Cielo, se acordó del gesto de Moises rompiendo la piedra en Horeb, por orden de Yahveh, y haciendo manar agua para su pueblo que moría de sed … Rezando humildemente a Jesús con todo su corazón, la abadesa rompió suavemente la roca y enseguida el agua brotó, limpia, de la árida piedra. Dando gracias a Dios, Odila se ocupó en reanimar al anciano y pudo conducirlo hasta el monasterio. La fuente, que manó milagrosamente, no cesa de tener agua, prueba viviente de la fe invencible y de la ardiente caridad de la santa. Se le dio el nombre de Fuente de Santa Odila y los numerosos peregrinos que se reúnen en el camino de San Nabor la conocen bien; con el ejemplo de los cristianos de la selva Negra, el agua la beben con devoción… Pero este encuentro tuvo otra consecuencia. Para Odila, la señal fue dada: el Hohenbourg, maravilloso lugar de retiro, de recogimiento y oración, era de acceso muy difícil para cumplir su misión de refugio de los peregrinos que pasaban, los pobres o los enfermos.

La abadesa reunió entonces a sus compañeras diciéndoles:

– Hermanas, pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine. Lo reconozco humildemente: no cumplimos todavía nuestro cometido…

Levantándose, hizo partícipes a las religiosas de su decisión:

– ¡Nos falta construir un hospital al pie de la montaña!.

Pronto la abadesa abandona el recinto del monasterio para ir a buscar en lo bajo del Hohenbourg el lugar más idóneo a sus proyectos. Yendo cuesta abajo a través de los pinos y las hayas, llegó a un claro agradable que se situaba justo al pie del monte. Lo rodean varias fuentes de agua, vivas, incluso este valle tranquilo está enclavado en el verdor haciendo olvidar la llanura de Alsacia. El hecho de encontrar tal abundancia de agua que faltaba tan cruelmente en Hohenbourg bastó para que Odila se decidiera.

Aquí construyó su hospital con una iglesia dedicada a San Martín, el generoso, que no teniendo ya nada que dar compartió su manto con un pobre. ¡Cuantos trabajos hubo menester de emprender para que el “Niedermunster” fuera una realidad!. Porque después de haberse decidido el construir un hospital, Odila se propuso también construir la iglesia que debía protegerlo, puesto que el monasterio necesitaba a las hermanas que irían a cuidar de los enfermos. La Vita nos asegura que la mitad de las religiosas de santa Odila consintieron en bajar al Niedermunster con la simple intención de residir bajo la dirección espiritual y material de su abadesa.

Odila aceptó este doble cargo; recibiendo el mismo impulso “las dos casas eran parecidas a esos grandes árboles que parecen separados por fuera y que por el contrario tienen la misma raíz y el mismo principio vital”. Hasta el momento de su muerte la Santa Abadesa no cesó jamás de ir cada día a visitar su hospital y a sus hermanas del Monasterio de Abajo. Lluvia, nieve o incluso hielo, todas las adversidades tan frecuentes en este clima rudo de los Vosgos, pararon alguna vez el coraje de la Santa. Por nada del mundo hubiera querido defraudar a los desdichados enfermos, a veces los moribundos esperaban su llegada como un rayo de sol, como una última esperanza… Sus hermanas de abajo la esperaban también para obtener un consejo, ánimo o sosiego…

Cuando sus menudos pies toscamente calzados se mortificaban por la aspereza del camino rocoso, atosigados en la nieve, resbaladizos en el hielo, al cabo de una jornada extenuante, ¿pensaba en los tapices de piel suntuosos, en las sederías de Oriente prometidas a sus veinte años por el joven príncipe de la otra orilla del Rhin?. Tal vez… Pero lo que es seguro, sin ninguna duda, es que en ningún momento de tales tentaciones habría podido dudar de su alma entregada a Dios y a los pobres. Con tales argumentos, traduciendo sin embargo por parte del señor aún bárbaro un amor sincero, no podía parecerle más que miserable. Su esposo era el Señor de los Señores y su alma humilde y generosa no aspiraba nada más que a hacer el mayor bien posible a los pobres, a sacrificarse siempre más para encontrar la perfección de su divino modelo…

El Hohenbourg y su filial el Niedermunster, estaban seguros de ser centros de vida mística, pero en el acta de donación, el duque de Alsacia había encargado a Odila, es decir a su monasterio, de la jurisdicción de treinta aldeas que constituían su dominio terrenal. La abadesa se sentía responsable de todas estas aldeas y se la veía no sólo en el camino que conducía a los dos conventos, también en este lado o en el otro del valle, en el umbral de las chozas donde iba a curar una herida, dar un consejo, ayudar a los campesinos en sus necesidades materiales. Todos acudían cuando se enteraban de su presencia, porque todos confiaban totalmente en su abadesa y venían a pedir consuelo y a veces curaban.

Se dice que en recuerdo de su tara milagrosamente curada, Odila tuvo una predilección especial por los ciegos que iban con devoción a lavar sus ojos enfermos a la fuente del Monte. Los hermanos de la Abadesa incluso solicitaron su iluminación para empresas arriesgadas porque sabían hasta que punto la bondad de la fundadora era admirada por todos. Al término de la construcción del Niedermunster un valiente campesino, deseando probar su agradecimiento a las religiosas por su coraje, les llevó tres hermosas ramas de tilo:

– Metedlas profundamente en la tierra les dijo. Crecerán y os protegerán del sol en pleno verano.

Una de las religiosas exclamó, dudando que las ramas tomaran raíz, pero Odila ordenó que fueran plantadas las tres en honor de la Santísima trinidad.

 

 

– ¿ Y porqué estos tilos no agarrarán, observó la Madre Abadesa, si deben resguardar a las siervas del Señor?

Efectivamente dos de estos árboles, convertidos en gigantes, vivieron más de nueve siglos porque la tradición asegura que no fueron destruidos más que por el incendio de 1.681. ¿Y quién sabe si los tilos que dan sombra actualmente a la vieja granja de Niedermunster no son descendientes de los venerables ancestros plantados por orden de Odila?.

Ningún otro rastro de vida es perceptible aquí donde existió en otro tiempo un monasterio floreciente. No queda de él más que ruinas esparcidas: pórticos de iglesia, trozos de columna, el viejo baptisterio redondo donde beben los pájaros…

Sólo, en medio de los campos, ha sido reconstruida, el siglo pasado, una capilla dedicada a San Nicolás. El sueño del monasterio de abajo contrasta con la animación que reina en el Monte de Santa Odila, y fue sin embargo también un lugar de peregrinaje floreciente.

Bajo el reinado de Carlomagno un fragmento de la Vera Cruz habría llegado milagrosamente a este monasterio vosgo. Es al menos lo que asegura una picante leyenda:

El Gran Emperador habría ofrecido esta preciosa reliquia a Hughes, conde de Borgoña, descendiente del duque Aldarico, en compensación por algún perjuicio que le había causado. Pero este, juzgándose indigno de conservar tan preciado tesoro y no queriendo elegir él mismo la abadía que podía beneficiarse con su posesión, decidió devolverla a Dios para que dispusiera de su destino. Habiendo hecho insertar el trozo de árbol sagrado en una gran cruz de roble, ató fuertemente esta sobre la grupa de un camello, que seguido por dos caballeros, se fue a través del campo…

 

 

La etapa fue larga, pero el animal se paró un día por sí mismo en la puerta de Niedermunster y flexionó sus rodillas para descargar el fardo…

Sea como fuere, las hermanas de Niedermunster para perpetuar el recuerdo de esta historia que era orgullo en su abadía, tomaron como sello el camello portando la cruz.

Entre San Jacobo y el valle, marcando el límite del Monasterio de Abajo, se puede descubrir, escondidas bajo las zarzas u hojas muertas, viejos postes que llevan esculpida en la piedra esta esfinge inusual…

La existencia del monasterio de abajo está atestiguada por documentos del año 1.016. Como el Hohenbourg, fue varias veces incendiado y reconstruido. Las religiosas continúan renunciando a reconstruirlo después de una destrucción casi total en 1.572. Mientras que en lo alto del Monte de Santa Odila, vibrando el carillón de sus veinticinco campanas, es testimonio de la supervivencia de la obra de la Santa Abadesa, la melancolía de las ruinas no alzadas reina en esta esquina desértica del monasterio de abajo.